E l vie jo Mad ero ap oyó l a cab eza e n s us rugo sas man os fuer tes, sob re e l escri torio d el gene ral Ro ca. Aqu el 21 d e dicie mbre d e 1885 s e acab aba d e reti rar d el desp acho presid encial e se perso naje q ue e ra Estan islao Zeba llos, q ue h abía acud ido a reca bar d el vicepre sidente a car go d el Pod er Ejecu tivo algu nos dat os pa ra escr ibir u n trab ajo sob re l a revo lución d e l os Lib res d el S ur e n e l dia rio L a Pre nsa. S u memo ria l e hi zo d ar u n lar go recor rido. L a revo lución d el S ur ¡ Aque llas galop eadas, aque llos f rí o s, pajo nal y pajo nal, c añ a dón, esca rcha y horiz onte! Des de jul io d el 39 and uve recorr iendo Mons alvo y l os Mon tes Gran des pa ra arre glar q ue l a gen te estuv iera lis ta e l día d e l a reb elión. Leg uas y leg uas a uña d e caba llo, c on es os vien tos q ue cor tan l a ca ra y vigor i
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado. No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos. En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de