De como Juan Pedro Rearte hizo su entrada en el siglo XX
El discutible principio popular de que «no hay dos sin tres»
nunca fue más objetable que en el caso de Juan Pedro Rearte. Este viejo
criollo, que había sido durante quince años cochero de la Compañía de Tranvías
Ciudad de Buenos Aires, se fracturó una pierna hacia fines de la centuria
pasada. Fue el suyo un accidente alegórico de fin de siglo: el tranvía que
dirigía se llevó por delante la última carreta de bueyes que cruzaba las
calles del centro. En «El Diario» de Láinez se destacó este episodio urbano
como un postrer incidente de la lucha entre la Civilización y la Barbarie, y
así, en virtud del descuido que le impidió detener los caballos de su coche en
la barranca de la Calle Comercio (Humberto I), Rearte fue investido por el
anónimo cronista, del carácter de símbolo del Progreso.
El involuntario agresor de la última carreta tucumana fue
llevado al Hospital de Caridad, en una de cuyas salas aguardó, con la paciencia
de todos los humildes, a que el tiempo le soldara los dos fragmentos de tibia,
violentamente separados por el choque y no menos violentamente puestos en
presencia uno de otro por el precipitado cirujano que le hizo la primera cura.
El buen discípulo de Pirovano —que tenía una obligación de carácter no
profesional respecto a una de las posibles asistentes a la quermese del Parque
Lezama, organizada por las Damas del Patronato—, a fin de ahorrar unos minutos,
le acortó en cuatro centímetros la pierna derecha al pobre conductor de
tranvía.
En su premura por asistir a aquel acto de beneficencia,
había tratado la fractura, que era directa y total, como si fuese simple e
incompleta, y dado que entre los milagros que puede obrar la Naturaleza, que
son muchos, no se cuenta, sin embargo, el de corregir los errores de los
médicos, Juan Pedro Rearte abandonó el hospital cojeando y cojeando penetró en
el siglo XX.
Breve paréntesis sobre Filosofía de la Historia
Hizo su entrada, en su nuevo carácter de inválido, con un
poco de precipitación (¿Qué rengo han visto ustedes que no camine
apresuradamente, ni qué tartamudo que no hable con atropello? La lentitud
majestuosa es el signo más aparente de la seguridad en el esfuerzo. Nuestros
provincianos conocen instintivamente esta ley y abusan de ella hasta el punto
de combinar, en algunos casos, la solemnidad y la tartamudez).
Insistimos en que el conductor Rearte adelantó
improcedentemente su entrada en el presente siglo, pues aún no se había dictado
la ley de accidentes del trabajo que debía ampararlo. Esta llegó a promulgarse
tan sólo dieciséis años más tarde, pero aunque él la hubiese presentido, no
habría podido aguardar todo ese tiempo en el hospital.
Es cierto que el efecto más notable de esa ley ha consistido
en la prolongación de las convalecencias. Cuando no regía, los heridos en el
trabajo diario sanaban rápidamente o se morían, que es la más completa curación
para todos los daños, aunque la más resistida…
Juan Pedro Rearte optó por restablecerse cuanto antes, sin
recapacitar sobre la injusticia de su destino ni sobre el egoísmo de la Empresa
que, tras quince años de trabajo, lo abandonaba a su infortunio.
Nada más extraño a su espíritu que tales especulaciones.
Ellas pertenecen, por entero, al historiador de este episodio, quien, como
todos los historiadores, mezcla en sus reflexiones el pasado y el presente, lo
real y lo posible, lo que «fue», lo que «hubo de ser» y lo que «habría debido
ser».
La Filosofía de la Historia consiste esencialmente en ese
anacronismo constante que tuerce con la imaginación, en todos los sentidos, el
inflexible determinismo de los hechos.
El «Compadrito» y el orden social
Juan Pedro Rearte no pudo pensar, ni aun sentir
confusamente, nada de lo expuesto en el capítulo anterior, porque, al igual de
todos los individuos de su profesión, era lo que en el lenguaje familiar de
entonces se llamaba «un compadrito». Ahora bien: el compadrito era
instintivamente conservador, como lo son todos los hombres satisfechos de sí
mismos, y nadie más vano de su persona que aquellos cocheros de requintada
gorra de visera, clavel tras de la oreja, pañuelo de seda al cuello, pantalón abombillado
a la francesa y breves botines de alto taco militar. El orgullo de su condición
evidenciábase a cada momento, en los arabescos que dibujaban en el aire con la
fusta al arrear los caballos; en los floreos con que exornaban en su cometa de asta
las frases más cabidas de los aires populares; en la vertiginosa destreza con
que daban vuelta a la manivela del freno; en la dulzura socarrona de sus
requiebros a las mucamas, y en el desprecio burlón de sus intimaciones a los
rivales en el tráfico.
Sólo cuando abandonaba la elevada plataforma —tribuna
ambulante de galanterías y denuestos— tornaba el cochero de tranvía a su
humilde condición de proletario. Pero esa vuelta a la oscuridad era demasiado
breve para darle tiempo a reflexionar sobre lo inane de su orgullo.
Trabajando diez horas al día, faltábales el ocio,
engendrador de todos los vicios y, en particular, del más terrible de todos
ellos: el vicio filosófico del pesimismo y la timidez…
Las reliquias de un contubernio
Sin embargo, en los días que siguieron a su salida del
hospital, Rearte dispuso de algunos momentos de ocio. Apenas en la calle,
habíase encaminado a la Administración de la Compañía, donde, tímidamente, como
si hubiese desertado por voluntad del puesto, formuló su deseo de volver al
trabajo. Le hicieron dar unos pasos «para ver cómo había quedado de la pierna»,
y aunque la renguera era bien evidente, mister McNab, el administrador, dispuso
que volviese a tomar servicio dentro de quince días. Además, le dio cincuenta
pesos, junto con el consejo de que acortase tres centímetros el tacón del botín
izquierdo para restablecer, en parte, el equilibrio de su apostura. Rearte se
gastó el dinero, si bien no siguió el consejo.
En los quince días que transcurrieron hasta su vuelta al
trabajo, casi no abandonó su ordenada habitación de celibatario, que ocupaba
desde hacía diez años en una tranquila casa de la calle Perú. Consagró todo ese
tiempo al cuidado de las dos docenas de parejas de canarios que eran el lujo de
su existencia y el orgullo de sus condiciones de criador y pedagogo. De lo
primero, porque toda aquella multitud cantora tenía su origen en un solo casal
legítimamente heredado de un compañero de pieza, que seis años antes había
alzado el vuelo con todos sus ahorros y sus dos únicos trajes; y de lo segundo,
porque poseía un arte especial para enseñar a los pichones los temas melódicos
que él ejecutaba en su corneta de tranviero.
De aquel malhadado contubernio le quedaban a Rearte, además
de la pareja de canarios que, a modo de compensación, tan fecunda se mostrara,
dos cromooleografías y algunos volúmenes. Es inútil advertir que ni los cuadros
ni los libros se habían reproducido como los pájaros. Unos y otros seguían
siendo los mismos que había abandonado en su fuga el desleal compañero: «El
mitin del Frontón», en el que sobre un mar de tres mil galeras, todas iguales,
se alzaba como un peñasco la silueta de un orador ilustre; «La revolución de
Julio», donde la decoración belicosa del Parque contrasta con la actitud
estudiadamente tribunicia de Alem; «La Unión Cívica: su origen y sus
tendencias, Publicación oficial», imponente mamotreto que el tranviero nunca se
había atrevido a hojear; «Magia Blanca y Clave de los Sueños», obra que
frecuentemente le era solicitada en préstamo por las vecinas; «El Secretario de
los Amantes», a cuyo auxilio epistolar nunca le ocurriera acudir y, por último,
«Los negocios de Carlos Lanza», por Eduardo Gutiérrez, crónica novelesca que
había inspirado a Rearte una asombradiza desconfianza hacia los bancos y las casas
de cambio.
De cómo una sola y misma causa puede producir efectos
contrarios
Después de aquel corto reposo doméstico que Rearte consagró
a la enseñanza de los primeros compases del vals «Sobre las Olas» a sus
cuarenta y ocho canarios, nuestro héroe volvió a la escena de sus triunfos.
Volvió algo disminuido en su estatura física, pero engrandecido moralmente por
la gloriosa desgracia que le valiera el suelto alegórico de «El Diario».
El oscuro conductor fue por algún tiempo el campeón del
progreso, el destructor de carretas, el símbolo de las grandes conquistas de su
siglo en el campo de los transportes urbanos.
Pero, como dice la «Imitación de Cristo», toda gloria humana
es efímera, y después de muy pocos meses de gozarla, el propio progreso de que
le armaran campeón lo dejó atrás.
Llegaron los tranvías eléctricos, y aunque Rearte pretendió
convertirse en «motorman» no lo pudo a causa de su cojera, que le dificultaba
tañer la campana avisadora. Durante el aprendizaje, cada vez que intentaba el
advertidor taconazo, perdía el equilibrio… Este episodio, que tanto regocijo
causó a los otros practicantes, fue motivo de amargas reflexiones para el pobre
conductor.
«Así —se dijo para sí, con profunda melancolía—, el progreso
me ha dejado rengo y mi propia renguera me impide seguirlo y hace ahora de mí
el campeón del atraso.»
Y así fue, en efecto, pues concluida la electrificación de
las líneas, míster Bright, el nuevo administrador, lo destinó al enganche de
acoplados en la estación Caridad. Con una yunta de caballos cada vez más
flacos, Rearte llevaba varias veces al día, desde el interior de la estación
hasta el centro de la calle, los viejos tranvías, cada vez más viejos,
destinados ahora a ser un modesto apéndice de los coches motores.
Llegó a ser, de esta manera, por espacio de varios minutos,
la parodia de sí mismo: de aquel Rearte conquistador y dicharachero que
dibujaba con la fusta arabescos en el aire, llevaba un clavel tras de la oreja
y tocaba en la corneta «Me gustan todas… Me gustan todas» cada vez que se
encontraba con una negra.
Un accidente de tráfico
Quince años después de haberse resignado a ser un espectro
de su prístina gloria callejera, Rearte llegó a la estación más temprano que de
costumbre. El «mal de Bright» —y no ciertamente de aquel Bright de la Compañía
Anglo Argentina— hace a los hombres madrugadores. Lamentándose, con las palmas
de las manos en la cintura y maldiciendo entre dientes, sentóse el viejo
conductor en el alféizar de una ventana baja, bajo el cobertizo en que se
alineaban los tranvías con el aire juicioso de bestias en pesebre. Frente a él
una canilla mal cerrada goteaba isócrona y melancólicamente, agrandando con
imperceptible tenacidad un ojo de agua que avivaba con su brillo la hostil
fisonomía del corralón.
—Debe haber estado así toda la noche —pensó—; cada vez son
más descuidados estos serenos. ¡Hijos de tal por cual! Conmigo habían de tratar
e iban a andar derechitos.
Quiso ajustar el robinete, pero tras varias pruebas
infructuosas en las que no logró más que salpicarse las botas y lastimarse un
dedo, la canilla rebelde continuó manando, acompañándose ahora de una especie
de silbido afónico de maestra a fin de curso. En pocos instantes el agua
desbordó del cuenco de piedras que la contenía y corrió sinuosa al cauce recto
y seguro de las vías.
Aquella débil corriente trájole a la memoria los antiguos
tiempos, cuando a las cuatro gotas de lluvia inundábanse las mal niveladas
calles de Buenos Aires. Por las Cinco Esquinas… ¡qué barriales! Ni con las
cuartas se salía del atolladero, y era preciso esperar a que amainase,
sentándose con los pasajeros en el respaldo de los asientos para esquivar el
agua que llegaba al estribo inundando a veces el interior de los coches… Pero
la gente era otra cosa; todos conocidos, todos amigos, sabía uno con quién
trataba y a quién llevaba; se podía echar un párrafo y fumar un «Sublime» o un «Ideal»
con cualquiera, y desde las puertas, en el verano, las familias que tomaban el fresco
le daban a uno recuerdos para la familia.
La campana, advirtiendo la hora reglamentaria de salida para
el primer coche, le hizo alejarse de la canilla, sonriendo a los recuerdos y,
sumido aún en ellos, trajo y enganchó al acoplado la hirsuta yunta de jamelgos.
Eso era lo que nunca había podido llevar con paciencia: ir manejando por las
mejores calles de la ciudad, él, criollo de pura cepa española, apreciador y
amigo de las buenas bestias, esos caballos escuálidos, aumentados como los
cerdos con un revoltijo de afrecho y agua.
«Verdad es —pensó— que ni eso valen.»
Ajustó las cadenas, trepó al pescante después de enrollarse
al pescuezo la bufanda, silbó entre dientes una diana alegre, arreó a los
infelices caballejos con un chasquido de lengua, y con un irónico «¡Vamos,
Bonito! ¡Vamos, Pipón!» arrancó el tranvía chirreando y crujiendo de todos sus
goznes, junturas, vidrios y tablillas.
Fuera, ya debía esperarle «el eléctrico». Milagro que no
tintineaba la campanilla bajo el tacón chueco del gallego Pedrosa. Pero no: la
vía estaba expedita y en la helada neblina mañanera la ciudad se esfumaba
empalidecida y melancólica como una vieja fotografía.
El aire frío picoteó las sienes y las manos del conductor.
De buena gana daría una vuelta, pensó; pero le distrajeron las señas
desesperadas que le hacía desde la calle una mulata enorme, cargada con un
canasto tapado por un paño blanco.
—¡Pare, pues! —le gritó—. ¿Anda distraído, mozo?
Rearte paró en seco y la negra izó la mole temblorosa de sus
carnes fláccidas; crujió el estribo al peso de su alpargata enorme y con un
relámpago de blancura entre el belfo pulposo, pidió al mayoral:
—¿Me alcanza la canasta ahora?
Accedió él galantemente, y mientras la negra rebuscaba en el
bolsillo lleno de migas y medallas los dos pesos del viaje, comentaron el
tiempo:
—Fresquita la mañana, ¿eh?
—Güena pa bañarse en el río.
—Como pa quedarse pasmao.
Un poco más lejos, desde un balcón bajo, una chinita
mofletuda le mandó parar, mientras gritaba hacia el interior:
—¡El trangua, patrón, que pasa el trangua!
Salió agitadamente del portal un caballero solemne con
levita y galera, que protestó enérgicamente:
—¡Qué horario desastroso! ¡No hay forma de desayunarse, y
aun así llega uno tarde a todas partes! Pésimo servicio… abusos…
—Buenos días, don Máximo —cortó humildemente la mulata.
—Buenos, Rosario —y refiriéndose a algún sobreentendido—:
¿Están tiernitas?
—Acabadas de salir del sartén. Si gusta…
Aceptó el caballero solemne una empanada crujiente que puso
escamas de oro en la deslustrada solapa de su levita.
Rearte se acordaba de aquellas voces, aquel delicado aroma
culinario; se sentía remozado e involuntariamente llevóse la mano a la oreja
para cerciorarse si estaba en su puesto el clavel reventón, furtivamente
arrancado de la clavelina del patio, que florecía en una lata grande de café.
No, no lo llevaba, pero ¡claro está! Si era invierno…
—¡Salga de ahí, mocito, salga pronto de ahí, si no quiere
que le cuente a su padre! —
gritó don Máximo a un muchacho que corría tras el coche con
el designio evidente de colarse.
—Así pasan las desgracias —comentó la negra.
Rearte dio a diestra y siniestra unos formidables latigazos
que el chico esquivó largándose y haciéndole la burla desde la calle.
Tocaban a misa en la Balvanera; la negra se santiguó
devotamente, se descubrió don Máximo. En el atrio, dos curas, panzón y sucio el
uno, esmirriado e igualmente sucio el otro, platicaban animadamente, el
balandrán suelto y la teja en la mano. Sin que le hicieran seña, detuvo el
conductor la marcha del tranvía. Saliendo de decir misa, todos los días lo
tomaba el padre Prudencio Helguera.
Aguardó dos minutos con la gorra en la mano a que su
reverencia se despidiese; tosió discretamente don Máximo, carraspeó la negra y
con un revuelo de faldas se instaló el sacerdote saludando como quien otorga
indulgencia plenaria.
Rosario disimulaba su canasto, afectando mirar por la
ventanilla, dándose vuelta los anillos de plata que relucían en su mato retinta
y huesosa.
—¿Se madruga, don Máximo?
—¡Qué quiere su reverencia, padre Prudencio, con este pésimo
servicio de la Compañía!…
—La mañana está enormemente fresca, saludable respirar este
aire, abre el apetito… y después de la misa…
—¿Asistió usted a la conferencia de anoche, en el Colegio
Nacional, padre?
—Me fue imposible; tenía que preparar un sermón…
—El salón de actos era chico para contener al público, con
los 840 alumnos, los profesores y los invitados…
—¿Sobre qué versó?
—Sobre los Evangelios…
El cura se revolvía en su asiento.
—¿Y tú, Rosario, siempre buena cristiana?
—Mientras no me manden cambiar…
—Y aunque mandaran… Tienen buen olor las de hoy.
Con un hilo de voz ofreció la negra:
—¿Si gusta?
Arrojó don Máximo unas monedas al regazo, diciendo:
—Está pago.
—De ninguna manera, de ninguna manera —protestó el cura con
melindres, y luego, distrayéndose—: ¿No hay noticias de nuestros sueldos?
—Que yo sepa…
—A nosotros no nos pagan desde marzo…
—Pues a nosotros, desde enero…
—Los sueldos del magisterio y del sacerdocio debían ser
sagrados para el país; en nuestras manos están su presente y su porvenir. Es escandaloso
cuando pienso que en la sesión de ayer se han votado doscientos mil pesos papel
para el mobiliario del archivo de los Tribunales…
Una jardinera de mazamorra cruzó al trote el pantano de
Piedad y Andes, empapando al mayoral y a los pasajeros.
—¡Cuartiador!
—¡Salvaje!
—Haya paz, haya paz —intervino el cura, conciliador.
Aprovechando la parada, dos viejas que pasaban por la calle
indagaron desde la ventanilla:
—¿Confesará mañana, padre Prudencio?
Su reverencia, preocupado en la honradez del comercio, se
hacía llenar hasta los bordes una medida de mazamorra con leche, de aquella
mazamorra que aún recuerdan los viejos y que desapareció con el empedrado.
Un sol pálido filtrábase a través del caparazón de neblina;
la calle comenzaba a poblarse y los gritos familiares de los abastecedores se
juntaron a los cornetazos del «tramway»; vendedores de leña y de periódicos,
pasteleros, vascos con el tarro al flanco de su cabalgadura y pregoneros de
naranjas paraguayas y bananas del Brasil hicieron pronto coro al concierto de
la perrera, al que despertó todas las mañanas la generación del 85.
—¿No quiere subir a dar una vuelta? La llevo de yapa
—preguntó Rearte a una morochita regordeta que lavaba el umbral de una casa.
Contestó ariscada la muchacha:
—Y usted ¿no quiere que de yapa le friegue la jeta?
Frente a la Piedad se llenó el tranvía; hizo lugar, muy
deferente, el padre Prudencio a una dama elegante con velito sobre los ojos y
rosario enredado entre los dedos muy finos. Ella respondió apenas con
condescendencia e hizo un gesto amistoso a un señor de barba rubia ya algo
canosa.
—¿Tan tempranito y sola?
—De la iglesia; ya sabe que todos los meses vengo a comulgar
expresamente. Y usted ¿adónde va a estas horas y en «tramway»?
—Vuelvo, Teodorita, vuelvo…
—¡Y me lo dice! ¡Qué escándalo!
—Es que, desgraciadamente, vengo del club; toda la noche
discutiendo el programa de propaganda.
—Y eso, para que salga la candidatura de Juárez…
—Es a lo único que me atrevo a decirle a usted que no,
Teodorita; don Bernardo tiene el apoyo de la razón.
—Y Juárez, el del pueblo. Pero dígame, ¿entonces, no estuvo
anoche en el Colón?
—No tengo el don de la ubicuidad. ¿Qué tal «Lucrecia»?
—«Lucrecia» mal; pero, en cambio, si hubiese visto a
Guillermina…
—No sea murmuradora. Hablemos de otra cosa.
—¿Es que tiene miedo? En fin, como vuelvo de confesarme y he
prometido no pecar de lengua…
El caballero procuró distraerla.
—Entonces, ¿no es gran cosa la Borghi Mamo?
—No se lució, le aseguro. ¡Cuando uno recuerda aquella
«Lucrecia» de la Teodorini!
¿Y el bajo? ¡En «Vieni, mia vendetta» creí que se me rompían
los tímpanos!…
Estornudó un señor casposo con gruesos botines de elástico
picados en los juanetes, que leía las «Noticias» de «La Nación».
—Hombre, no está mal esto…
—¿Qué? —indagó un joven que se entretenía en hacer en voz
alta anagramas con los avisos que decoraban el interior del coche.
—Se piden felpudos en los tramways de San José de Flores,
para evitar a los pasajeros el frío en los pies yo sufro mucho de eso…
Un señor de bigotes ganchudos saludó deferentemente a otro
con gabán avellana y aire de extranjero.
—Lo felicito, amigo Icaza; su proposición a la
Municipalidad, que tanto se descuida en estos asuntos, me parece inmejorable…
—Es la única forma de acabar con las plagas de mosquitos y
el contagio de tantas enfermedades.
—¿De qué se trata? —preguntó desde la otra punta el doctor
Vélez.
—Una cosa muy sencilla. Simplemente, arar diez manzanas de
terreno alrededor de los corrales y llevar allá por medio de cauces las aguas
servidas para que desaparezcan por absorción.
—Sin contar que con el riego y los abonos la tierra llegara
a ser fertilísima.
El tranvía dio un retumbo que arrojó a los pasajeros unos
contra otros, despertando protestas terribles.
—¿Se ha hecho usted daño, Teodorita?
—¡Jesús, no vuelvo a tomar un «tramway» aunque tenga que
pedir el coche en lo de Cabral a las cuatro de la mañana!
—Estos vehículos deberían ser para hombres solos.
Comento el lector de «La Nación» un hecho terrible de las
«Noticias».
—Figúrense ustedes, un pobre changador que descansaba
tranquilamente sentado en el cordón de la vereda, en la esquina de Cangallo y
La Florida y pasa un carro aplastándole el pie…
Dieron las siete en el reloj de San Ignacio. El profesor se
despidió del sacerdote con sus protestas habituales y éste, con los párpados
entornados, comenzó a musitar el rosario. Descendieron también la dama elegante
y el caballero distinguido. Dos señores que viajaban en la plataforma ocuparon
los asientos prediciendo la crisis del gabinete inglés.
—Caerán Gladstone y los suyos; la situación es inminente…
—Y, ¿qué opina usted del resultado de la gestión del doctor
Pellegrini?
—Hábil diplomático, inteligencia superior, logrará el
empréstito, seguramente…
Inquirió el más joven:
—Dígame, señor Poblet, ¿es cierto que se remata el campo de
Rodríguez, en San Juan?
—¡Qué esperanza, mi amigo! Don Ernesto está cada vez más
platudo. ¡Gallego de suerte, si los hay!
—Me informaron que se vendían treinta leguas sin base al
lado de La Rosita y supuse… Si usted me puede facilitar datos exactos… me
interesa.
—¡Cómo no!, es el campito de los Arcadini, familia y vieja
que pasea por Europa mientras acá un pícaro les administra… El que lo compre se
hará rico, tierra de porvenir, amigo Cambaceres…
En aquel momento un apurado consultó el reloj.
—¡Qué embromar! ¡Las siete y veinte ya!
¡Cómo! Rearte había dejado a las flacas bestias seguir al
paso, interesado por los comentarios, y de pronto advirtió el retraso que
llevaba… Era preciso llegar para la cuarta al Bajo del Retiro a las siete y
media…
Fustigó enérgicamente los caballos, que al galope tomaron la
curva de Maipú con peligro de descarrilar, y enderezaron hacia el norte.
Donde Juan Pedro Rearte da un salto de 30 años
Un estrépito formidable de cristales y tablas ahogaba el
rumor de las conversaciones de los pasajeros. Ungido por una impaciencia de
pesadilla, Rearte tocaba desesperadamente la corneta y cruzaba como una tromba
las bocacalles. Los vigilantes, de quepis con morrión y polainas blancas, lo
saludaban irónicamente al paso, y desde el alto pescante de sus cupés, los
cocheros de largos bigotes y barbita en punta lo incitaban a correr más.
Orgulloso de sus caballos, Rearte no hacía caso de los
timbrazos desesperados de los pasajeros…
De pronto se le nubló la visión y con un estampido de globo
desapareció el paisaje familiar: los vigilantes de quepis y polainas blancas,
los cocheros de barba, las jardineras de mazamorra, los vascos lecheros a
caballo, las señoras de mantilla y los caballeros de sombrero de copa… Hasta la
doble hilera de casas bajas se perdió en el horizonte fundiéndose como los
últimos tramos de una vía férrea.
Rearte cerró los ojos con resignada tristeza para no ver
aniquilarse los postreros fantasmas de su mundo: un farolero que se alejaba
elásticamente con su lanza al hombro y un carro aguatero arrastrado pesadamente
por tres mulas pequeñas.
Cuando volvió a abrirlos, se encontró tirado junto al umbral
de una puerta y a la sombra de una casa de siete pisos. Le rodeaba un círculo
de gente a través de cuyas piernas pudo ver en la calzada los escombros del
acoplado y en un charco de sangre los cuerpos inertes de los dos jamelgos.
Junto a él, un vigilante rubio interrogaba, libreta y lápiz
en mano como un repórter oficioso, a un «motorman» pálido y locuaz.
Rearte pudo darse cuenta de que había atropellado a un
tranvía eléctrico, y por los síntomas ya conocidos, advirtió que acababa de
romperse la otra pierna.
Al recobrar la lucidez junto con el dolor, preocupóle
únicamente saber la fecha del día.
—¿Qué día es hoy? —preguntó ansioso.
—26 de julio —respondióle el practicante que le palpaba el
tobillo.
—¿Qué año? —insistió Rearte.
—1918 —contestó el practicante, y añadió, como para sí—: la
tibia parece fracturada en tres partes.
—No es mucho para un salto de treinta años… —comentó
filosóficamente el viejo conductor.
Porque treinta años antes —el 26 de julio de 1888— se le
habían desbocado los caballos en el mismo trayecto y, según el médico, había
estado a punto de quebrarse los huesos de la canilla.
Después de esa reflexión estoica, Juan Pedro Rearte cerró
los ojos, simulando un desmayo. Le avergonzaba verse convertido en un objeto de
curiosidad pública y tener que responder a las preguntas apremiantes de los
policías. Él hubiera deseado que le interrogase uno de aquellos vigilantes de
quepis con morrión, tan arbitrarios y tan campechanos a la vez, los vigilantes
de su juventud. Los de ahora le parecían extranjeros, y declarar ante ellos se
le antojaba abdicar de su nacionalidad.
Y le molestaba sobre todo el asombro del «motorman» que no
cesaba de repetir:
«¿Pero cómo es posible que este armatoste haya cruzado toda
la ciudad a esta hora y a contramano? ¿Cómo es posible?…»
Rearte sabía cómo había sido posible, porque en los choques
entre los alucinados y la realidad, ellos poseen la clave inefable del
misterio. Mas ¿cómo explicárselo a aquel rudo sirviente de una máquina?
El Destino es chambón…
Ya en la ambulancia, con la locuacidad que le prestaba la
morfina, Rearte dióse a explicar el misterio:
—Es que el Destino es pícaro y chambón como los gringos…
Estaba de Dios, desde que subí a un tranvía, que había de quebrarme la pierna
izquierda. Ya me la hube de romper hace treinta años, pero me salvó un milagro.
El 90, en Lavalle y Paraná, el primer día de la revolución, tres balas
atravesaron la plataforma a la altura de la rodilla, sin rozarme siquiera el
pantalón. Después, cuando el choque con la carreta, el Destino se equivocó y me
rompió la derecha. Y ahora, por miedo de que me le escapase, ha urdido esta
trampa para salir con la suya. ¡Vea que es Diablo! ¿No?
Autores: Arturo Cancela y Pilar de Lusarreta
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